30.6.21

La sanidad sevillana en el S.XIX y el masoquismo

Nadie puede imaginar siquiera cómo ansío ser una persona culta, pero se ve que mi red neuronal tiene una densidad de malla pequeña y todo el conocimiento se escapa por los agujeros. No obstante, yo sigo empeñada en aprender algo. Puesto que había leido La peste en Sevilla, Crónica urbana del malvivir (ambos de Juan Ignacio Carmona Carmona) y Poder y prostitución en Sevilla, de Andrés J. Moreno Mengíbar y Francisco Vázquez García, que incluye datos sobre los centros hospitalarios dedicados a las enfermedades venéreas, y los había disfrutado muchísimo, no me lo pensé mucho antes de comprar La sanidad sevillana en el siglo XIX: el Hospital de las Cinco Llagas, de Antonio Ramos Carrillo. No reparé en ningún momento en que es una tesis doctoral (que podéis descargar aquí) y no tenía por qué ser divulgativo.

Soy incapaz de hacer dieta, ejercicio o estudiar las oposiciones, pero para las cosas irrelevantes sí tengo mucha fuerza de voluntad, así que a pesar de todo conseguí leerlo completo. La primera parte, sobre su fundación en el siglo XVI por Catalina de Ribera como hospital de mujeres, sus distintos reglamentos, su organización y financiación, es bastante interesante. El hospital, como he comentado, comenzó como un  hospital de mujeres, pero desde sus orígenes hasta el siglo XIX que se estudia en esta tesis suceden muchas cosas: se ve obligado a acoger a los afectados por distintas epidemias (estaba extramuros y eso siempre es una ventaja a la hora de aislar a enfermos infecciosos), parte del edificio se destinó a Hospital Militar, tuvo una zona para enfermos mentales y terminó por ser el Hospital Central. Muchos vaivenes para muchos años de historia en los que la Medicina va evolucionando y los distintos regímenes políticos permiten o no que permeen los avances europeos.

Lo malo es cuando se profundiza en la organización del hospital: es muy curioso seguir el proceso de oposición para obtener plaza, pero el autor se embarca en la descripción minuciosa y apuntes biográficos, publicaciones y ponencias incluidas, de todos los que se hayan documentado en cada puesto durante todo el siglo XIX. Me pasó lo mismo que al leer De reyes y dentistas, de Javier Sanz, que estaba abrumada por la cantidad de información y terminé por no prestar demasiada atención y no retener casi ningún dato.

Con la parte clínica me pasó algo muy parecido. Ni las enfermedades tenían el mismo nombre (no sabía que la tosferina se llamase coqueluche, por ejemplo) ni estaban tan bien caracterizadas como actualmente, así que en ocasiones es difícil discernir la dolencia de cada paciente. Además, en las actas de defunción a veces no se consignaba la causa principal de la muerte, sino alguna consecuencia de la enfermedad causante (parece ser que esto aplicaba en gran medida a los sifilíticos). Esta parte vuelve a ser apasionante hasta que empiezan las estadísticas y las tablas de datos, que son esperables por tratarse de una tesis doctoral, pero es un capítulo muy farragoso y extremadamente árido (para mí). Volví a animarme un poco cuando se habla de las epidemias, por ser un tema sobre el que ya había leído y tenía alguna base. Un detalle maravilloso de esa parte es que en 1854, la Academia de Medicina de Madrid, en sus Instrucciones para la presesvación del Cólera Morbo, indica que "Tampoco conviene correr, acalorarse o leer inmediatamente después de las comidas.". No sé cómo he escapado al cólera hasta ahora (y no lo digo por el ejercicio, precisamente). En alguna otra parte se comenta que, a pesar de los cambios de régimen no siempre favorables a la Iglesia, el Hospital de las Cinco Llagas nunca perdió el carácter religioso y por tanto se destinó presupuesto a crear una biblioteca, para que los enfermos no leyeran libros contrarios al dogma traídos desde fuera.

Me he manifestado contraria al aluvión de datos, sí, pero cuando llegué al capítulo de la botica aluciné: me encantó el tema del utillaje y los componentes básicos de los preparados medicinales. No tenía ni idea de qué era un looc ("medicamentos magistrales internos, opacos, de consistencia siruposa, cuyo excipiente es el agua") ni he terminado de distinguir entre infusión y tisana. Me ha maravillado la existencia de cervezas medicinales y el uso interno de ácidos como el sulfúrico y el nitroso.

A favor de esta lectura aduciré que es una parte de historia de la ciudad, la del edificio que alberga actualmente al Parlamento Andaluz. Está lleno de datos curiosos y, dado que hay que leerlo con un diccionario cerca (el móvil a mano y la página de la RAE abierta en mi caso, para descubrir qué es la anasarca entre otras cosas), es difícil no aprender algo nuevo. En contra, ha habido algún capítulo que se podría decir que no he leído aunque haya paseado los ojos por cada una de las letras, dada la cantidad de información y el aluvión de nombres, fechas y porcentajes que me veía incapaz de asimilar. Recordemos que no estoy estudiando ni Historia ni Farmacia y que ésta ha sido una lectura para el ocio. Si hay algo de aprendizaje, bienvenido sea, pero tampoco me apetece demasiado analizar gráficos para pasar la tarde.

Un detalle: mi ejemplar estaba minado de páginas intonsas (podéis verlas aquí). Puesto que yo estaba atrincherada en el sofá o directamente en la cama, no quise levantarme a por unas tijeras o un cuchillo que me permitiera separarlas lo más limpiamente posible, así que lo hice a lo bárbaro y por tanto el libro ha acabado hecho unos zorros, como puede verse aquí. Lo de interrumpir la lectura cada diez o quince páginas para cortarlas tampoco es que ayude mucho en los pasajes más farragosos.