7.7.21

Y yo, sutil como un papel de lija

Se podría decir que algún momento de mi vida he sido una friki. La ciencia ficción y la fantasía me siguen gustando, pero durante muchos años jugué al rol (echo tanto de menos aquellos fines de semana de comida china y dados) y tuve una fase otaku (sí, monté mi propio fansub con un amigo, fui correctora en otro, asistí un par de años al Salón del Manga de Barcelona...), pero mi pasión por la cultura japonesa no me llevó a interesarme demasiado por su literatura. 

He leído a Murakami y a Mishima, claro, pero casi por casualidad. También fue fortuito que Mi marido es de otra especie, de Yukiko Motoya, cayese en mis manos. Hablo de memoria, que no la tengo muy buena y creo necesario aclararlo. La impresión que me dejó el libro de Motoya fue que el subtexto y yo somos incompatibles. La prosa me pareció casi aséptica, pero la concisión establecía un ritmo hipnótico. No había ni una palabra que sobrase, pero se estaban contando muchas cosas que yo no percibía. La protagonista se sentaba junto a una anciana en una zona común de su bloque y apenas cruzaban tres frases, pero ahí debían pasar grandes cosas que yo no sabía desentrañar. Había corrientes de significado entre aquellos personajes. El libro me gustó muchísimo, pero sigo preguntándome qué simbolismo no supe descifrar. Algo parecido me ha ocurrido con Agujero, de Hiroko Oyamada.

Hay cosas que no he sabido descifrar, pero hay otros temas que sí se desarrollan con toda claridad. En mis tiempos de otaku me interesé por la cultura japonesa y descubrí que, por muy evocador que resulte ir a ver la floración en los cerezos, lo encantador que parezca vestir una yukata para un festival, la elegancia de las fortalezas y un largo etcétera de atractivos, la sociedad japonesa es bastante rígida y exigente. Ya desde muy niños los presionan para que vayan a una buena universidad, para que ingresen en una empresa de prestigio y, si eres mujer, debes hacer un buen matrimonio y tener hijos. Se suele decir que todas las generalizaciones son malas, incluida ésta, pero sí es algo que aparece muy explícitamente desarrollado en las primeras páginas de Agujeros. La protagonista (Asahi) habla con una compañera de trabajo sobre su situación, sobre sus aspiraciones, sobre los planes de futuro ahora que ella abandona el puesto para irse a vivir al campo con su marido, ya que a él lo han trasladado. Por un lado está el embrutecimiento de la labor repetitiva, de las horas extras para conseguir unos ingresos que no son suficientes, de la rutina ineludible (ay, qué cercano me resulta, aunque yo no haga obras extras); por otro, ahora que va a ser ama de casa ya no tiene excusa para no ser madre. La compañera ansía una situación más estable para tener hijos. Es lo correcto y adecuado en una mujer productiva.

Otra alusión a la situación de la mujer en Japón es la suegra. Al marido de Asahi lo han destinado cerca del lugar donde viven sus padres, que les han ofrecido la casa vecina (que les pertenece) sin cobrarles alquiler. Ese ahorro permitirá que ella pueda tomarse con tranquilidad la búsqueda de un nuevo empleo, quizá no lo necesite, pero ya en la primera aparición de la suegra queda establecida la jerarquía entre las dos: es la madre del marido quien dirige a los operarios de la mudanza a la hora de distribuir los muebles. Incluso trae a su nuera unas zapatillas (es tradición y una cuestión higiénica no entrar en casa con los zapatos que traen la suciedad de la calle). De repente, Asahi ya no es Asahi, es "la nuera". Puede que la suegra no haga sentir el peso de su autoridad en muchas más ocasiones, pero sí se comenta la relación con la abuela, fallecida, cómo hubo de cuidarla sin dejar nunca de trabajar ni de preocuparse por la crianza de su hijo. El tema de la nuera como mujer que deja de pertenecer a su propia familia para integrarse como pertenencia y fuerza de trabajo en la familia del marido puede resultar un arcaísmo, pero aquí se apunta, hay resabios de que no ha transcurrido tanto tiempo de aquello.

Esta sensación se refuerza aún más no sólo por un episodio que referiré a continuación, sino por la propia rutina que adquiere la protagonista: no lee porque no quiere gastar dinero en libros, no pone el aire acondicionado para que no suba la factura de la luz, empieza a cocinar de manera saludable. No se siente merecedora de ningún lujo, porque no trabaja para ganárselo. Es un ama de casa, una mantenida a los ojos de los demás. Quién sabe, quizá debería plantearse la maternidad.

Una mañana que su suegra le pide que vaya a hacer un pago que ella ha olvidado efectuar (no la envía a una sucursal de banco, sino a un konbini), Asahi marcha a través de un paraje natural, cercano a un río, y ve a un animal negro que la precede. No puede verlo bien. No es un perro, no es un tanuki, no es nada que se pueda clasificar en una especie concreta. Intrigada, lo sigue y cae en un agujero. La analogía con Alicia es tan evidente que un poco más adelante otro personaje bromeará sobre eso. Salvo que Anahi no cae y cae hasta un nuevo mundo: si el agujero ha sido un portal que la ha conectado con otra realidad, no es tan literal. Una vecina la ayuda a salir del atolladero y en ese momento es cuando se da cuenta de que es "la nuera", que en cierto modo no tiene identidad propia.

Cuando al fin va a hacer el pago, descubre que la suegra no le ha dado la cantidad precisa. Ella pone la diferencia, pero la suegra nunca se lo devuelve. Soy un tipo de persona que no hubiera aguantado esa situación, pero Anahi piensa que no les están cobrando el alquiler y calla. Es sorprendente todo lo que calla Anahi. Las descripciones de sus veladas con el marido revelan a un hombre que tiene una vida fuera de casa, con su trabajo y sus amigos, y la mantiene a través de teléfono móvil el poco tiempo que pasa con su esposa. Si hay comunicación o afecto, no los vemos. No parece que tengan nada que decirse.

A partir de aquí, lo real y lo onírico, o irreal, u ocurrido en una dimensión paralela a la que se accede por callejones estrechos y agujeros, se intercalan. Si lo pienso bien, puede que sí, que siempre haya un agujero en el que meterse o un pasaje angosto que refleje ese tránsito, pero yo no supe distinguir qué había sido real y qué no hasta el final de este primer cuento o novela corta. Ayuda mucho el tipo de prosa, que es del estilo que comenté en el segundo párrafo de esta publicación: hay descripciones, hay adjetivos, pero no hay largos párrafos de tremendas oraciones con muchas subordinaciones. Se utilizan las palabras precisas, no hay nada accesorio, ni siquiera en las partes más descriptivas. Es un lenguaje eficaz, una prosa sucinta pero a la vez muy evocadora, precisamente por todo lo que no cuenta. El famoso subtexto, que jamás he tenido la sutileza suficiente para percibir e interpretar. Además, esta manera de narrar imprime a la lectura un ritmo hipnótico, una cierta cadencia maravillosa que acentúa aún más esa sensación de que hay muchos otros sentidos ocultos que se me escapan.

Asahi encuentra niños, ancianos, familiares y un animal fantástico y nos lo cuenta de una manera que te atrapa. No quiero destripar el final a nadie, así que me voy a reservar mis conclusiones que seguramente sean equivocadas. Como no tengo ninguna sutileza, tampoco sé si he captado suficientemente bien todos los detalles como para haber comprendido lo que se me quería contar.

Los dos cuentos que completan el volumen son mucho más cortos. En esta ocasión los protagonistas son un hombre y su esposa, cuyos nombres o no se mencionan nunca o se hace con tan poca frecuencia que no llegué a retenerlos, y una pareja de amigos, estos caracterizados con mucho más detalle (sí tienen nombre, para empezar). Ambos relatos vuelven a introducir animales en su desarrollo, aunque esta vez son de especies reconocibles (comadrejas y peces), y giran en torno a la maternidad de una manera un tanto oscura para mí. El deseo de ser madre es evidente, el protagonista deja bien claro que su esposa programa los encuentros sexuales y considera la temperatura basal, pero el episodio de la comadreja como madre protectora, luchadora, agresiva, no terminé de encajarlo bien en el contexto del relato. Lo dicho, no tengo ningún tipo de sutileza y no sabía qué representaba el animal en una casa donde vive una pareja sin hijos a la que visita otra pareja que tampoco los tiene. La forma de narrar sigue siendo maravillosa, pero mi perplejidad fue mayor.

En el segundo relato ya hay un bebé. Creí inferir que hay cierta angustia sobre la responsabilidad de la crianza, la preocupación constante por la salud del bebé a tu cargo... Seamos sinceros, no creí inferirlo, sino que el protagonista tiene una pesadilla en la que siente un peso tremendo y una opresión en el pecho, pero también hay un comportamiento extraño en la madre respecto a la criatura y en la esposa que no supe interpretar. Como ya he dicho, había unos flujos entre los personajes que yo no sabía de dónde venían y dónde me debían llevar.

Imagino que soy demasiado literal para sacar todo el provecho que podría de este tipo de lecturas, pero sólo por la sensación que transmite la prosa (supongo que eso es mérito de la traductora) ya merece la pena. Deja una sensación inefable de maravilla y magia.