10.7.21

Epatada

Una persona a la que aprecio mucho y que es bastante más mística que yo leyó una de estas parrafadas mías y me dijo que mi estilo era periodístico, racional, que yo no escribo "con las tripas". No tengo ningún problema en admitir que soy incapaz de transmitir emociones o crear un ambiente que induzca un ánimo determinado, porque carezco del dominio del lenguaje requerido. No tengo talento, tampoco, por eso cuando leo algo como El nombre del mundo es Bosque, de Ursula K. Le Guin se me despierta un anhelo que ya he manifestado con otra autora: ¡yo quiero escribir así!. Desgraciadamente, de donde no hay no se puede sacar y por tanto no sé si podré comunicaros mi entusiasmo sin recurrir al spoiler. 

El primer personaje el que conocemos es al capitán Davidson, un caucásico supremacista, racista, machista, abusón, que se encuentra en el planeta Atshe para convertirlo en la colonia Nueva Tahití. En la Tierra no quedan árboles, de modo que la madera es una materia prima muy preciada y los primeros en instalarse en el planeta han sido los hacheros. La idea original era dejar algunos ejemplares para evitar la erosión del suelo y que la siguiente oleada de colonos estuviera compuesta de agricultores que aprovechasen las nuevas superficies disponibles, pero Davidson desprecia a los científicos y conservacionistas y esa parte del plan no ha salido tan bien como debiera. Para ayudarles en su tarea han utilizado el eufemismo de "servicio voluntario" y han esclavizado a los athsianos, a quienes llaman despectivamente "crichis", los humanoides oriundos del planeta. Apenas levantan medio metro del suelo y están recubiertos de pelaje verde, pero son inteligenes y han desarrollado una cultura y una sociedad.  Estamos a muchos años en el futuro, pero el concepto del colonialismo no ha cambiado lo más mínimo.

La autora propone que la evolución sigue los mismos caminos en todos los planetas, de modo que en Atshe animales y plantas presentan grandes similitudes con los terrestres y por tanto los "exvis", que es como la legislación denomina a los nativos, son análogos a los humanos y deben gozar de la protección correspondiente. Sin embargo, los terrestres desprecian profundamente a los crichis, fuerzan a sus hembras, los explotan y, salvo los antropólogos, nadie se ha preocupado mucho en conocer su cultura y costumbres. Puesto que es una especie pacífica que no ha opuesto ningún tipo de resistencia, no merecen más consideración que otros animales. Como decía, el colonialismo del futuro es el mismo que el del Imperio Británico o cualquier otro: aquí llegamos nosotros, superiores, con la cultura correcta y un aprovechamiento de recursos del que vosotros sois incapaces.

Los atshianos son incapaces de cualquier tipo de violencia porque en su cultura no existe la muerte. Ellos diferencian entre el tiempo-mundo (lo que para nosotros sería la realidad) y el tiempo-sueño, propio de los machos de la especie, una especie de sueño lúcido donde pueden encontrarse con sus muertos. En su lenguaje, tal y como anticipa el título del libro, la palabra que designa al mundo también significa bosque. Viven en pequeñas comunidades dirigidas por las hembras, tan aisladas entre sí que hay importantes variaciones en el idioma de unas a otras. Sus casas apenas sobresalen del suelo, de modo que los asentamientos son difíciles de detectar desde el aire, tan integrados están en la vegetación que les rodea. Cuando la destrucción de su entorno avanza, entonces surge un dios.

Selver es un crichi que ha tenido la suerte de ser adjudicado a un antropólogo, Lyubov, un "yumano" que se ha preocupado de aprender su idioma, de intentar experimentar el tiempo-sueño, de ser su amigo. Mantienen a su esposa apartado de él, pero Lyubov procura que puedan encontrarse. Cuando ella volvía de uno de esos encuentros, Davidson, nuestro amigo del primer capítulo, la viola de tal manera que la hembra athsiana muere y Selver descubre el deseo de venganza. Davidson se deshace casi con facilidad del humanoide de medio metro cubierto de pelaje verde, pero él ya conocía el odio y no cuenta. Es Selver quien ahora sabe qué es la violencia y es consciente de que puede matar. En una sociedad para la que la muerte no existe, no tenía sentido matar a nadie, pero en el caso de los humanos es algo permanente que se les puede infligir. Podría ser satisfactorio. Interfiere en el sueño, tan importante para los atshianos, pero Selver parte en busca de los suyos para divulgar este nuevo conocimiento. Ahora es un dios.

Curiosamente, los conceptos de dios y traductor se sirven de la misma palabra en el idioma de los crichis. Selver es un dios y también es el único capaz de comunicarse con los humanos. Otro detalle maravilloso y significativo, de gran importancia en la resolución del conflicto entre especies.

Los humanos tienen armas mucho más poderosas, pero son dos mil quinientos frente a tres millones de crichis que pueden mimetizarse con el bosque. La efectividad de la guerra de guerrillas está más que demostrada a lo largo de la historia humana. Podríamos estar tentados de alinearnos con los de nuestra especie por algún instinto atávico, pero ahí está Davidson para demostrarnos que, a pesar de Lyubov, de los que sólo están allí para hacer su trabajo y ganarse la vida, los humanos no tienen por qué ser los buenos ante un ataque alienígena. Es tremendo el grado de locura, devastación, violencia y muerte que llega a desplegarse en tan pocas páginas, pero lugar de sentirme desolada me sentía muy triste. Selver sabe que está liberando a los suyos, pero ese don de la muerte que le han traído los humanos es tan contrario a su naturaleza que está roto. No sólo él, sino que esa capacidad para infligir daño se está extendiendo entre los suyos. Ahora tienen un enemigo común al que eliminar pero ¿qué pasará después? Es la reflexión última.

En la contraportada del libro se habla de "la visión ecológica" de Le Guin. Yo no lo he enfocado así, me he centrado en la anulación de una cultura ajena para imponer la propia, sin hacer ningún esfuerzo por integrar o asimilar. Los humanos saben que los crichis son inteligentes. Sus propias leyes los equiparan a ellos, pero no hacen ningún esfuerzo por comprender su cultura o por acercarse a ellos sin imponerse. No hace mucho leí el Memorial de los libros naufragados, sobre Hernando Colón, y se reflexionaba sobre cómo se presenta la cultura indígena en los escritos de la época: se comienza por la cosmogonía, porque al ridiculizar la concepción del nacimiento del mundo y de los dioses frente al Dios cristiano, europeo, se daba paso a menospreciar a toda la sociedad derivada de esas creencias. En este caso es exactamente lo mismo. Suelo ser de las que en las novelas históricas se ponen de parte del Imperio Romano y de Hernán Cortés por ese impulso absurdo de considerarlos "los míos", pero al estar en un tiempo lejano, en unas tierras aún más lejanas, con un personaje tan loco y tan desagradable como Davidson (es fácil odiarlo), me ha resultado mucho más fácil distinguir quiénes son los explotados, los invadidos, los desplazados. El mero hecho de integrar o asimilar ya supone un cambio, tal vez un daño y una pérdida.

Ojalá supiera haceros ver cómo la tremenda pena de Selver se contagia, mucho más que su odio. La locura de Davidson repele, resulta sorprendente tanta inquina, pero (para mí) el sentimiento predominante es el de tristeza, de un espíritu roto que hace lo que debe hacer y sabe que no va a sanar. Todo esto narrado de una manera muy natural, que es lo que yo envidio profundamente: sin recurrir a metáforas ni palabras grandilocuentes, el término exacto en el lugar exacto, sin perderse en digresiones o largas descripciones. Si supiera escribir, querría escribir así.

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